viernes, 31 de agosto de 2012

CRONICA DE UN INICIADO, REVISITADA



A Abelardo Castillo le tocó en suerte una de las experiencias más asombrosas de la literatura. Llevó consigo durante treinta años el borrador de una novela. El libro crecía con él y no acababa nunca y llevaba un título que llegó a ser legendario antes de publicarse: Crónica de un Iniciado. Hace ahora justo veinte años, el libro se publicó. Lo que no impidió que Castillo lo siguiera modificando con cada reedición. En estos días en que se han reeditado en un solo volumen los Cuentos completos de Castillo, descubrimos además que muchos de esos cuentos están ligados temáticamente a sus novelas: las completan. En realidad, apenas hemos empezado a entender la generosa fuente de ideas que representa la “experiencia Crónica de un Iniciado”, los caminos que abre para la literatura de pasado mañana.


La historia misma de su escritura es un hecho literario. Castillo la empezó en los sesenta como un cuento; al final de la década había terminado un borrador que no lo contentaba. Con el tiempo, estar escribiendo Crónica de un Iniciado se convirtió en una forma de vida. Para cuando la terminó, la novela había cambiado junto con su autor. Pero si el autor cambiaba de acuerdo con los azares de la vida, ¿quién era responsable por los cambios en el libro? ¿Tenía éste realmente un autor? Lo productivo de esta pregunta se entiende mejor si recordamos el argumento del libro. Esteban Espósito, joven y soberbio, llega a Córdoba. Ahí conoce al poeta Santiago, que se le parece como un doble avejentado. Conoce a Bastián, que lo odia. Conoce al doctor Cantilo, un tilingo que entiende sin embargo algunas cosas cruciales de la vida, y se acuesta con su mujer. Conoce, sobre todo, a Graciela. Se enamora y tiene que vivir ese amor en sólo tres dias, porque después debe regresar a Buenos Aires. Lo que en realidad ha venido a hacer Espósito a Córdoba es dejar de ser un joven. Y en ese trance le sale al cruce el Diablo. Entre otras cosas. Crónica de un Iniciado es la más reciente versión del pacto fáustico y la primera que se adapta a la doxa, la irreligiosidad, los conocimientos científicos de nuestra época. Ahora bien, a lo largo de las muchas páginas de la novela, quien escribe va cambiando y cambia también su visión de la historia que cuenta. Graciela no se ve igual al principio y al final del libro; la naturaleza del Mal cambia a medida que el autor, precisamente por escribir este libro, cambia. Crónica de un Iniciado es (entre otras cosas) una novela cuántica: como en el principio de incertidumbre, el acto de observar altera el objeto observado.


Con eso alcanzaría para que leer Crónica de un Iniciado sea algo urgente. Arriesgo una razón o dos más. Es una novela a la que el destino, por así decirlo, sacó de su territorio natural. Publicada en la época en la que fue concebida, en los sesenta, junto a Sobre héroes y tumbas, Rayuela o Cien años de soledad, la de Castillo habría sido leída como otro de esos monstruos que entonces se llamaban novela total. Publicada en los noventa, fue admirada quizá por lo que no era: un monumento a un tiempo más noble, un reproche contra la frivolidad ambiente. Ahora corre un fantasma por la literatura argentina, el fantasma de la realidad. La teatral Buenos Aires, en la ficción, viene siendo desplazada por el prosaico conurbano o la provincia. Al artificio de las grandes tramas a lo Cortázar o Piglia suceden las narraciones sin dirección, la crónica de pequeños sucesos, los esbozos autobiográficos. Esto es lo que hay, vendría a ser la consigna. Y bien, ahora venimos a descubrir que de eso, de la necesidad de blanquear lo que se es realmente, trata también Crónica. Sólo que con una voluntad de ir hasta el fondo que casi intimida. Castillo no hace las cosas a medias. La conversación que sigue debería dar una idea de esta historia extraña y de esta aun más extraña actualidad.

¿Es verdad que Crónica de un Iniciado empezó como un cuento?
Sí. En la época en que yo no había publicado todavía mis cuentos hice un viaje a Córdoba. Tengo anotada en mi diario la fecha de octubre, en un hotel; ahí escribí la primera página de Crónica, que siempre fue la misma. Era un cuento que se llamaba “Graciela”. Un muchacho de veintisiete años, casi un hombre, se enamora de una mujer. Todo tenía que ocurrir de manera muy acelerada; él tenía que vivir la historia del enamoramiento y la conquista, todo en un día. Pero yo no sabía por qué.

¿En qué momento Esteban Espósito se convirtió en el personaje que conocemos?
Bueno, Espósito se parece a mí. Pero hay una distancia muy grande respecto de las cosas que yo pìenso o hago. Cuando la novela tomó forma, el personaje inicial se dividió en tres: Santiago, Bastián y Esteban. Esos tres, mezclados y con una dosis de buena voluntad, se parecen bastante a Castillo.

¿Y el Diablo?
A medida que avanzaba sentí que eso no era un cuento. Que tenían que pasar más cosas. Entonces empezó a aparecer al tema de lo demoníaco. En realidad, todo lo que me ocurría iba a parar a esa novela. Recuerdo que iba caminando un dia por avenida Nueve de Julio y había una galería donde unos monos y patos muy raros y en algún sentido perversos bailaban al compás de la musica si vos ponias una moneda. Se me ocurrió la idea de alguien que va poniendo monedas en esas máquinas, hace una especie de gran concierto final, que es su propio requiem, y después se mata. Era un cuento casi escrito, pero entonces sentí que no, que era la muerte de Santiago. La novela empezó a ser un agujero negro que se tragaba todas mis ideas.


En la novela, el Diablo le plantea a Esteban con claridad el trueque que le ofrece: darse al mal y con eso hacer un libro...
Siempre pensé escribir algo sobre el pacto con el Diablo. Había leído todos los Faustos que se conocen: el de Spies, la versión de Saint Yves, el Fausto de Marlowe, el de Goethe, el de Thomas Mann. En el Fausto clásico, Fausto pacta con Mefistófeles por el conocimiento; en el de Goethe, por la juventud; y en el de Mann, el premio —o el castigo— es la obra de Adrian Leverkühn. Pero en un sentido de excelsitud que el diablo le promete. Mi pacto no es por la sabiduría, que siempre entendí como un problema menor de lo fáustico: es sólo retomar el viejo problema bíblico del árbol de la sabiduría. “Coméreis de este árbol, seréis como dioses.” Pero a partir de ese momento el alma está perdida. Eso ya está muy bien tratado en la Biblia. Pactar por la juventud no podía interesarme, porque yo era joven. Recuerdo que Sabato me decía: “Usted no va a poder escribir este libro.” En realidad, en algo acertó Sabato: tardé mucho tiempo en terminarlo .Pero el pacto no es por la conquista de una mujer ni es la juventud. Se pacta por una obra, pero no por la grandeza de esa obra. El diablo le dice a Esteban, con toda claridad, que no le gritó Non serviam! a Dios para conchabarse de amanuense suyo; le garantiza que va a escribir el libro, pero que sea bueno o malo ya es cosa de él. Y además, le dice algo que yo sentí —pero lo sentí antes de la novela, como parte de estas ideas que me daban vueltas—: que es un pacto para nada. No hay castigo ni hay premio. Es como si ya estuviera sellado antes de la voluntad de ellos.

Sin embargo, se le pide algo a Esteban: que reconozca la existencia del Diablo.
Exacto. El pacto, en realidad, es nada más que la toma de conciencia. Se le pide a Estaban que tome conciencia de lo que es. De que debe dedicarse a la literatura, por decirlo así, y cambiar su vida por la literatura. En el fondo del pacto de Esteban está la famosa premisa de Nietzsche: llegar a ser lo que se es. Nietzsche no dice “llegar a ser algo superior.” No, hay algo que se es. Pero la condición esencial de esa trayectoria es reconocerlo. Da la impresión de que esto fuera una paradoja; pero no es tan fácil llegar a ser lo que uno es. Porque hay que aceptarlo con todas las contradicciones que ese llegar-a-ser tiene. Esteban debe aceptar que no va a poder amar, que no tiene casi sentimientos humanos normales y que todo lo que toca de alguna manera está en peligro. Es muy ambiguo el pacto, muy descorazonante. Se dice, palabra por palabra: “Es todo contra nada.”

Todos los Faustos anteriores incluyen algún tipo de más allá. El suyo es el primer Fausto de la tradición que es radicalmente ajeno a cualquier idea de trascendencia.
Lo dice el propio demonio en el libro: dejemos aparte la cuestión de Dios. Existe el Mal, de eso estamos seguros. Esteban estaría muy cómodo si existieran el Diablo y Dios; entonces bastaría con ser ateo para abolir al Diablo. No, no, no: el problema es mucho más serio. Exista Dios o no, el Mal existe. Ni siquiera hay castigo; incluso el Diablo de mi novela le reprocha a Thomas Mann el haber recaído en la vieja idea de las parrillas y los gritos y el frío helado. Lo perdona diciendo que era un clásico: no tenía más remedio que aceptar los cánones. Pero no hay parrillas: hay esto que tenemos acá y ahora. Y el infierno ya existe. Está dentro de Esteban; es Esteban. Es lo que los orientales llamarían el karma. Un karma que termina con la muerte, pero que mientras vivas se lleva, ¿no?, con bastante patetismo y dolor.

Los años que le esperan a Esteban, dice el Diablo, no son buenos; se refiere a sus años de alcoholismo. ¿En qué momento usted empieza a incluir el alcohol como una parte de la historia?
Yo ya bebía en el sesenta y uno o sesenta y dos sin darme cuenta. La vinculación con el alcoholismo, no quisiera exagerar mucho, pero creo que viene demoníaca en serio; porque cuando yo escribí Israfel, en 1959, no tomaba una gota de alcohol; por qué, entonces, elijo la historia de un alcohólico. En el primer cuento mío que sobrevive, El candelabro de plata, ese tipo, aunque lo disimule, es una especie de alcohólico. Pero yo no tomaba para nada. La entrada del alcohol en mi vida real fue antes de empezar la novela y la salida del alcohol fue después de terminarla.

En 1970 usted tenía una versión terminada de este libro. ¿Por qué no lo publicó?
Porque me parecía que faltaba algo siempre. Y lo que faltaba era mi edad, y poder agregar cierto tipo de cosas. Por ejemplo, para mí es esencial el diálogo entre Esteban y el doctor Cantilo. Espósito descubre, junto conmigo, que Cantilo sabe perfectamente que él se acuesta con su mujer. Su modo de contenerla era darle cierta libertad. Y lo único que quiere saber el pobre Cantilo es si los dibujos de su mujer son buenos .Lo obliga decir a Esteban que no le gustan, que son mediocres. Y Cantilo le dice que él ya lo sabía. Pero que no se lo diga. Porque Espósito es capaz hasta de decírselo a ella. Vale decir que Cantilo comprendía todo. Y Esteban siente que este tipo, en esa escena, en la oscuridad, ha crecido. Y piensa, absurdamente: Debe ser porque estamos haciendo pis en un árbol que es de él.

Usted habla de las canalladas que es capaz de hacer Esteban. Pero lo cierto es que en Crónica no se muestran mucho. Quizá el lector puede completar el cuadro al leer acerca de canalladas que aparecen en algunos de sus cuentos, como “Hernán”...
Sí, o “Noche para el negro Griffiths”, o “Crear una pequeña flor es trabajo de siglos”. Esteban los contiene a todos ellos. Yo realmente viví con este libro; en realidad, el libro se escribió a sí mismo. De hecho, se dice en las últimas páginas que ya no sabe quién es el autor. Empieza en primera persona, se va deslizando hacia una primera persona muy ambigua, y termina en tercera. ¿Quién escribe entonces? Es como si Crónica fuera un libro que escribí, literalmente, sobre mí mismo. Encima de mí mismo, quiero decir: sobre mi cuerpo. La teoría que yo tengo sobre la correción, que no es mía, o por lo menos no sólo mía, porque la instala Valéry en la literatura, es que corregir un texto es una modificación espiritual de uno mismo.

¿Cómo se vive después de terminar un libro así?
Al principio, con bastante angustia. Al punto que yo sentí que no iba a poder escribir nunca más nada. Me había pasado recomendando a la gente joven que nunca terminara un libro sin tener otra cosa empezada, pero cuando terminé Crónica no tenía nada más. Además, yo siempre sentí que esto de la gran obra era una pavada; que uno escribe lo que puede y que, como decía Huxley, da tanto trabajo escribir un libro bueno como uno malo. Y sin embargo, yo sentía que nunca iba a poder escribir de nuevo algo como eso. Lo pude superar escribiendo un cuento policial, que es “La cuestón de la dama en el Max Lange”. Y después leí una frase de Sartre que me terminó de consolar. Le preguntaron si sentía que, a los setenta años, ya lo había dicho todo. Y Sartre contestó que sí, pero que cuando un escritor no tiene nada que decir es cuando puede volver a decirlo todo. Yo pensé: ésta es la verdad. Cuando empezamos a escribir, en realidad no tenemos nada que decir; escribir es casi una cosa que se siente en el cuerpo. Llega un momento en el que estás en la posición exacta en la que escribiste tu primer cuento o tu primer poema: no tenés nada que decir, pero tenés ganas de escribir. Si podés recuperar eso, tal vez te pase como a Thomas Mann, que escribió el Doktor Faustus a los setenta años, o como Tolstoi que escribe Resurrección alrededor de los setenta.

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Uno siente que el aliento, la ambición, el talante de Crónica tienen un aire de familia con eso que en los sesenta se llamó la novela total. ¿En algún momento sintió que su novela estaba hecha para otra época?
No sé si lo sentí. Lo que sé es que mientras la escribía quería que no perteneciera a esa época.Tal vez eso perjudicó a la novela: tal vez decidiéndome a terminarla en los setenta habría tenido una difusión distinta. Pero yo siempre le tuve terror al Boom, porque me parecía algo superficial. Hoy pienso que muchas novelas escritas durante el Boom, y que fueron fundamentales, si se publicaran hoy no pasaría en absoluto lo que pasó. Eso me hace acordar algo que anoté en mi diario (lee): “Segunda edición de Crónica: la novela, al menos en términos argentinos, fue un éxito. Críticas, entrevistas, etcétera. ¿Tendré ánimos ahora para volver a escribir algo que me comprometa entero, quiero decir algo que sienta necesario para mí? No me importan el éxito ni el reconocimiento, pero esto ya lo sabía desde Israfel. Lo único que de veras me importa es sentir que estoy haciendo algo donde yo mismo me pongo en cuestión.”

En realidad, Crónica es una novela para hoy.
Es una novela milenarista. Lo que primaba era la idea del fin del mundo. En octubre del sesenta y dos estuvieron por entrar en guerra Estados Unidos y Rusia, lo cual era sencillamente el fin del mundo. Se vivía todo provisoriamente. No lo teniamos en cuenta ni eramos conscientes de eso; pero escribir, un libro, salir con una mujer, sacar una revista literaria, era tal vez la última cosa que uno iba a hacer. Había una alegría malsana. No era “Bailando por un sueño”; era “Bailando para nada”. Y en la novela yo quería poner esa sensación: todo va a ir a parar a la nada. A lo mejor no hoy, pero mañana, y da exactamene lo mismo. ¿Qué diferencia hay entre la semana que viene y diez millones de años? Sin embargo, hay algo en la novela que no se dice; son unas palabras que le dice el Diablo a Esteban al oído. Y Esteban entonces abre los ojos desmedidamente. Yo no sé bien qué le contó. Pero lo sospecho. Sospecho que le dijo: el arte tiene sentido. No me atreví a ponerlo, primero porque quería dejar que cada uno le pusiera su propio sentido, y después porque me parecía casi demasiado trivial. ¿Qué sentido tiene el arte en un mundo que va a desaparecer? Bueno, el sentido que le damos y nos damos a nosotros mismos. Empezamos siempre de nuevo, desde cero. Tal vez eso dice esta novela.



Nota: Este texto fue publicado el viernes 31 de agosto en la revista Ñ, con el título "Los pactos con el mal". El texto necesitaba correcciones que no permitió la urgencia por cerrar la edición. Ésta es la versión corregida por mí y por Castillo.




4 comentarios:

  1. Muy interesante, Gonzalo. Gracias. Y una apostilla: el martes 12 de marzo de 1997 Abelardo Castillo ganó el segundo Premio Nacional de Literatura por este magnífico libro que es Crónica de un iniciado. El primer premio fue para María Esther de Miguel por La amante del restaurador. Puede haber dos libros más disímiles??? Saludos para vos, y para Abelardo. Silvia de Jávea.

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  2. Gracias por esta nota!!!
    Siempre es maravilloso escuchar/leer las palabras de Abelardo, quien pudiera tener su lucidez y su poética al menos por un instante!

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